Había una vez un príncipe, heredero de un gran reino, muy valiente y muy elegante. El deseo de aquel joven era casarse algún día en una gran ceremonia, y reinar junto a su amada sobre todos sus dominios. Aunque había muchas chicas en su reino, el príncipe quería casarse con una verdadera princesa, una que tuviera sangre azul y que también fuese heredera de otro reino.
No había tenido la dicha de encontrar a una princesa así, pero el joven no perdía la esperanza de que algún día el amor tocase a su puerta. Y así, mientras tanto, el príncipe continuó con sus ocupaciones reales, ayudando a sus padres, los reyes, en todo lo que necesitaban.
Entonces sucedió que, durante una lluviosa tarde de otoño, alguien tocó a la puerta del castillo.
-Quién será? preguntó la reina, no esperamos que nadie nos venga a visitar, y mucho menos con esta lluvia.
Llenos de curiosidad pidieron entonces a sus sirvientes que abrieran la puerta e hicieran pasar a quien se encontrara tras ella, y unos minutos después, frente a ellos, apareció una chica muy finamente vestida con ropas más elegantes, completamente empapada.
La joven se inclinó ante los reyes a modo de presentación y les dijo:
-Majestades, os agradezco mucho el haberme recibido en vuestro palacio. Soy la princesa de un reino vecino, y suelo deambular de vez en cuando por vuestros dominios para encontrar descanso en los verdes campos. No obstante, me sorprendió la lluvia y no tuve dónde protegerme.
Mientras la chica hablaba, la reina notó que el joven príncipe la miraba embelesado. Los ojos le brillaban y no apartaba la vista de ella, se notaba que se había enamorado a primera vista.
Los reyes creyeron la historia que la chica les contó y aceptaron tenerla como huésped hasta el día siguiente, hasta que la tormenta pasara y pudiera regresar a su reino. Mientras la princesa se secaba y se ponía ropa limpia, el príncipe no desaprovechó la oportunidad de decirle a su madre que se había enamorado y que se quería casar con esa princesa. Pero la reina, que no estaba muy segura, le dijo:
-Quién nos asegura que se trata de una verdadera princesa? Ha llegado a nuestra puerta sola y sin comitiva. No podemos negar que sus modales y vestidos son muy finos y elegantes, pero podría estar engañándonos.
-Y cómo podremos saber si se trata de una princesa de verdad? le preguntó el príncipe a su madre.
-Sólo hay una forma de saberlo le dijo la reina después de pensarlo un buen rato
-Esta noche pondremos un guisante debajo de su colchón o de su almohada, y si es una princesa de verdad lo notará. Si no, sabremos que ha venido a engañarnos.
Y así se hizo. Al día siguiente, por la mañana, todos bajaron a desayunar. Todos menos la huésped, que llegó un poco más tarde.
-Buenos días, majestades. Espero que puedan disculpar esta demora en venir a desayunar, pero es que no pude dormir en toda la noche. El colchón de la habitación en la que me habéis instalado tenía una gran bola que se me clavaba y no me permitía conciliar el sueño.
Después de escuchar aquellas palabras, no tuvieron dudas que se trataba de una princesa de verdad.
-Lo que sucede es que dudábamos de que fueras una princesa, por lo que pusimos un guisante en tu cama convencidos de que solo una princesa podría notar algo tan mínimo como un guisante debajo de un colchón, le dijo la reina.
-Y ahora que sabemos que eres una princesa, prosiguió el príncipe, me gustaría pedir tu mano en matrimonio, pues me he enamorado de ti desde el primer momento en que apareciste frente a nosotros.
Al escuchar las palabras del príncipe la princesa se sonrojó, pues ella también se había enamorado de él desde el primer momento, y así quedó todo acordado. Poco tiempo después el príncipe y la princesa se casaron, siendo muy felices y pasando a reinar sobre sus extensos y ricos dominios, como el príncipe siempre había soñado.
Y COLORÍN COLORADO
este cuento ha terminado
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